jueves, 8 de diciembre de 2011

NEBRIJA Y LA INTERVENCIÓN SOBRE LA LENGUA

Cuando el régimen de Franco prohibió cualquier lengua peninsular distinta del castellano, lo mismo que cuando ahora algunos poderes autonómicos pretenden imponer las de sus comunidades, no están haciendo otra cosa que reafirmar la vigencia del supuesto derecho enunciado por Lebrija. Y esto es lo que hacen también los partidos y Gobiernos que, valiéndose del "contrato de integración" u otros engendros jurídicos, reclaman que el aprendizaje de la lengua sea una obligación para los inmigrantes. Para bien o para mal, el propósito de promover un "lenguaje no sexista" desde los poderes públicos pertenece a la constelación de proyectos inspirados por la máxima de que "la lengua es compañera del imperio" o, dicho en términos contemporáneos, de que el poder decida sobre la lengua que hablan los ciudadanos o sobre la manera en la que deben hablarla.
El éxito de estos proyectos a la vez lingüísticos y políticos es siempre impredecible: depende del comportamiento de los hablantes. Pero si se vuelve la vista hacia el pasado, pueden advertirse algunos fenómenos sospechosamente recurrentes. El primero es que el uso de determinada lengua o, como en este caso, de determinados giros lingüísticos, se convierte en simple distintivo de una militancia: decir "miembros y miembras" no se propone tanto designar a los miembros, hombres y mujeres, de una asamblea, como hacer ostentación de la militancia en la causa de la igualdad. Pero el segundo fenómeno que provoca el poder político que decide intervenir en el uso de la lengua es el recurso al argot y, dentro del argot, a la reversión paródica del significado de los términos que intente imponer. Puestos a hacer pronósticos sobre el futuro del término "miembras", nada excluye que acabe empleándose más para alguna designación escatológica que para designar a las mujeres que forman parte de un grupo, si no para ambas cosas.

Interviniendo sobre realidades como, por ejemplo, la insuficiencia de guarderías o la disparidad de los salarios, el poder político impulsa, sin duda, el objetivo irrenunciable de la igualdad entre hombres y mujeres. Interviniendo sobre la lengua se arriesga, en cambio, a ser pasto del argot cuando no, sencillamente, del ridículo. Y, sin embargo, no hay nada ridículo, sino todo lo contrario, en promover esa igualdad.

"El País"

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